Segovia. Lunes 1 de julio.

Me encontraba, somnoliento, postrado boca abajo en mi cama, cuando de repente mi móvil me despertó del todo. El aparato comenzó a vibrar mientras la pantalla mostraba el mensaje "Nada es imposible. Comienza tu aventura". Desayuné lo primero que pillé por casa, un vaso de leche y una tostada untada con abundante Nutella. Sobre las 5 de la madrugada ya había desayunado y aseado. Estaba con mis gafas de sol Ray-Ban en la calle esperando a mis dos compañeros. Un largo viaje nos esperaba, y es que nuestro primer destino era la masía de Los Ventura, un gran caserío catalán ubicado a las afueras de un fantasmagórico y abandonado pueblo barcelonés.

Decidimos ir por la autopista, para ahorrar atascos de camiones y para ir más cómodo. Hicimos un total de cuatro paradas durante el viaje, para descansar o tomar algo con cafeína, para evitar dormirnos. Una vez llegando a Barcelona, llamamos a un tipo barcelonés que conocíamos para que nos indicara la dirección que debíamos tomar para llegar a la masía.

Y por fin, después de un largo sinfín de llamadas, dimos con la dirección, pero... estábamos en Barcelona capital. Veíamos la Sagrada Familia y contemplábamos una brisa marina recorriendo las Ramblas. 

Barcelona, Lunes 1 de julio.

Preguntamos a un total de 18 personas para buscar la salida oeste, y cuando por fin la encontramos, nos incorporamos a la carretera nacional que nos llevaría, en unos 20 minutos, a la famosa masía de la familia Ventura.

Cuando por fin llegamos, un imponente olor a vino inundaba el camino cuyo final era el acceso a la masía. Yo no me lo creía. Estábamos a unos 500 metros de conocer al joven Andrés Ventura. Mis dos compañeros y yo bajamos del Jeep verde y cogimos la carpeta color lila que habíamos preparado los días anteriores al viaje. La masía era enorme, parecía mucho más pequeña en la fotografía. Un amplio terreno vallado por vallas metálicas compuesto por un jardín lleno de viñedos y el edificio principal de la masía, un edificio color blanco mate con toques de madera y hojarasca en su fachada. El edificio contenía ventanas y era luminoso.

Rodeamos la fachada para visualizar un poco mejor el terreno y localizamos el gran portón de acceso. Llamamos tres veces y nos abrió un señor mayor, con canas, y un traje. ¿Qué queréis?, nos preguntó el supuesto mayordomo. Buscamos a Andrés Ventura, señor, respondió uno de mis compañeros con tono serio. Pasad por aquí, dijo el anciano mientras nos conducía por los viñedos a unas escaleras de madera que lucían un bonito cartel que decía Acceso a la bodega.

El anciano se marchó al piso superior, y nosotros nos quedamos en la bodega unos minutos solos, sin saber qué hacer. Cuando de repente se encendieron las luces y se empezó a oir el chillido de un mono. Manás, quieto!, dijo otra voz. Nos dimos la vuelta y contemplamos a un chico joven con bata blanca que llevaba un mono al cuello. El joven iba muy manchado de negro, como si hubiera nadado en una piscina de gasolina.

Supongo que habéis venido a por la primera pista, ¿verdad?, exclamó el jovenzuelo. Sí. Nosotros somos Los Tres Mosqueteros, hablando en clave, respondí. Bien. ¿Os apetece un traguito?, dijo Andrés mientras sostenía una botella de vino. No, no gracias, rechazamos su oferta nosotros. Nosotros queremos saber la primera pista, y por qué comienza aquí nuestra aventura, dijo otro compañero. Veréis, chicos. Vuestra aventura es muy arriesgada y difícil, pero contiene una recompensa importante. Tomad asiento, dijo con un extraño tono malvado.

De repente, sonó un ruido muy fuerte y unas barras metálicas nos apresaron en el aparato. El aparato se comenzó a mover y llegamos a un gigantesco laboratorio lleno de engranajes y olor potente a vino. Bienvenidos al Laboratorio del dios Baco, exclamó Andrés.

CONTINUARÁ...

 

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